"El 28 de Marzo de 1934, el termómetro marca -50ºC. Un viento glacial azota la inmensa llanura de la Gran Barrera de Ross. Los tractores que transportan a los hombres que han ayudado a construir el refugio, se alejan y dejan de ser una mancha discordante en el blanco horizonte."
"Ese fue el único momento de mi vida adulta en que me sentí completamente desamparado. Y, obedeciendo a un impulso del cual no tuve tiempo de avergonzarme, subí corriendo la escalera y volví a asomarme por la puerta trampa. ¿Por qué? Ni aún ahora lo sé. Tal vez para dar una última mirada a algo vivo y en movimiento. Los tractores ya estaban ahora a cierta distancia, pero podía oír el sonido de sus bocinas despidiéndose y el estrépito de los eslabones de sus orugas, transmitidos por el helado aire cristalino. Miré, miré hasta que el ruido se apagó; miré hasta que los camiones desaparecieron definitivamente, miré hasta que sólo quedaron las volutas de humo de sus escapes suspendidas en el aire. Miré hasta que se me congelaron los pómulos y la nariz y me vi obligado a bajar. Y en ese momento, mientras me deslizaba escalerilla abajo, tuve otra desagradable sorpresa: al ayudar a cargar los tractores, me había caído y golpeado el hombro. Ahora que me había quedado solo, comenzaba a dolerme como mil demonios".
Durante las primeras horas en la soledad de Base Avanzada, Byrd decidió ordenar su cabaña y los túneles, tarea a la que llama "limpiar mi establo de Augias". Los aparatos del exterior debían ser constantemente desembarazados del hielo que los iba cubriendo, concentrado en limpiar y acarrear, se olvidó el dolor del hombro, pero, cerca de medianoche, se percató de que no podía mover el brazo derecho y de que había hecho todo el trabajo con el otro, como un manco. Su cena de esa primera noche la constituyeron una taza de té y un par de galletas. Ahora podía caminar sin tropezar con carga, objetos y latas. "Mañana desempaquetaría los libros y colocaría en su lugar los suministros médicos. Más tarde, el combustible y los alimentos".
Su responsabilidad principal, sin embargo, era el instrumental meteorológico. Al fin y al cabo, para eso estaba él allí y por eso se habían sacrificado sus hombres al extremo. Decidió montarse una rutina: cada hora los inspeccionaría y tomaría registro de sus mediciones, aliviando de este modo la interminable soledad y el espantoso vacío de meses que lo esperaba. Apenas tomada esta decisión, como él mismo apunta en su diario, "ya comenzaba a considerarlos con la mirada cálida y disimulada que se reserva para los buenos amigos".
Antes de dormir, el almirante hizo una inspección visual de su cubículo y un inventario grosso modode sus franciscanas posesiones. "No era un mundo hermoso, pero lo que vi era bueno".
A la débil luz del farol que colgaba de un clavo y a la mancha de luz de la lámpara de presión, el solitario marino observó el que sería su universo durante los siguientes meses, que medía cuatro pasos de este a oeste y tres de sur a norte.
"Durante 10 años he vivido una vida activa en la que las expediciones se sucedían a otras expediciones. Aquí abajo podré por fin reducir mi vida externa a su forma más simple y seguir mis pensamientos hasta el final".
"Me sentía como si hubiera caído en otro planeta o en otro horizonte geológico del cual el hombre no tenía conocimiento ni recuerdo."
Observó preocupado la estufa, pensando en modificar la disposición de los tubos en U que entorpecían su funcionamiento y que calentaban desigualmente:
"De la estufa salía la chimenea, que subía verticalmente hasta llegar a unos 60 centímetros del techo. Allí se curvaba y corría a lo largo de la pared para salir por un orificio practicado a los pies de mi litera. Al llevar el tubo de esta forma a través de toda la habitación, nosotros creímos estar instalando una especie de radiador que aprovecharía la temperatura de los gases para darme calor, pero en realidad, luego descubrí que no era más que una torpe y chapucera improvisación". Byrd pagaría muy caro este error suyo.
Dos o tres secciones del caño se habían extraviado en el transporte entre Little America y Base Avanzada, y los hombres descubrieron con espanto que los únicos repuestos que poseían eran de otra medida. Tuvieron que adaptar latas de 20 litros para realizar las uniones, abriendo ambos extremos para que calzaran.
"A pesar de ser ingeniosas, esas conexiones no eran a prueba de fugas. Esta planta de calefacción de aspecto tan inocente poseía sobre mí un poder de vida o muerte. Llegaría el momento en que me preguntaría cómo había podido ser tan estúpido como para no ver lo que estaba tan claramente a la vista". A lo que Byrd se refiere en este párrafo es a que, cuando la cabaña que sería Base Avanzada fue armada en Little America y puesta a funcionar a modo de prueba durante seis semanas con Paul Siple y Charlie Murphy durmiendo en su interior como conejillos de Indias humanos, ambos comenzaron a manifestar malestares y dolores de cabeza, que atribuyeron a las emanaciones de la estufa. Byrd desoyó esta advertencia, muy grave si se toma en cuenta de que en Little America el edificio estaba armado sobre la superficie y no enterrado como en su localización definitiva. Por lo tanto, en el campamento base estaba mucho mejor ventilado de lo que estaría bajo tierra. Además, el almirante erró al diagnosticar la causa del malestar de los hombres: no lo atribuyó a un defecto del tiraje sino a un quemador fallado, que mandó a reemplazar por uno hecho a mano por June. Incluso el insensible de Petersen sufrió dolores de cabeza, náuseas y vómitos en una oportunidad en que estuvo largo rato dentro de la cabaña.
Byrd vio todos los problemas pero no supo relacionarlos con sus causas. Honesto como siempre, hace su mea culpa en sus papeles:
"Como nadie más se quejó de sensaciones raras, decidí que lo de Petersen se había debido a una descompostura de estómago. Es verdad que el aire interior siempre tenía un olor enfermizo, como a aceite, pero todas las estufas de petróleo hacen lo mismo. Ahora [Byrd escribe, ya solo, en Base Avanzada] era algo más notorio debido a las emanaciones que se filtraban por los tubos mal calzados de la chimenea de escape".
Siple y Byrd pensaron que la ventilación eliminaría los gases y neutralizaría sus efectos perjudiciales. La teoría era la siguiente: el sistema de ingreso de aire fresco consistía en un tubo en forma de U, uno de cuyos brazos sobresalía un metro por encima del techo de la cabaña. Descendía por la cara exterior de la pared oeste, pasaba debajo del edificio y penetraba por un orificio en el piso. Este brazo de la U estaba ubicado en el centro de un pilar de madera para aislarlo, subía verticalmente desde el suelo y terminaba a 30 cm. del cielorraso. El aire frío debía ingresar a la cabaña desde el exterior por simple gravedad, mezcládose con el aire más tibio de la cabaña y circulando por convección natural. Si esto no ocurría, el aire frío caería al piso y allí quedaría, inmovilizado. Un caño de hierro galvanizado de 3½ pulgadas, ubicado en el techo, era el supuesto encargado de eliminar el aire viciado. Como se ve, todo dependía de que las ideas de Siple y Byrd sobre "flujo gravitacional" y "convección natural" fueran correctas. Byrd mismo no estaba tan seguro, pues escribe: "Yo había deseado realmente agrandar ese agujero de salida, pero no me atreví a hacerlo. En caso de vendaval, el viento siempre tiende a extraer el aire de una cabaña, y probablemente devolvería por su presión los gases malsanos de la estufa directamente a la habitación".
Byrd no observó efectos adversos durante aquel primer día que pasó solo en Base Avanzada. Cuando puso la mano sobre el tubo de entrada de aire, en el pequeño pilar del centro de la cabaña, notó un flujo continuo de aire frío que provenía del exterior.
Al parecer, el sistema funcionaba bien.
En aquella primera noche, solo en Base Avanzada, Byrd durmió bien. Apagó la estufa, se desnudó, colgó su ropa sobre la silla y sufrió un desagradable sobresalto cuando sus pies tocaron el piso helado. Abrió la puerta para que se ventilara la cabaña y se metió de un salto en su bolsa de dormir. "El saco estaba helado al principio, como siempre, por la condensación de la humedad de mi cuerpo".
De pronto, una duda cruel comenzó a atormentarlo. No recordaba haber visto en la cabaña su reloj ni su libro de cocina. El reloj no era problema: poseía un reloj de pulsera y tres cronómetros para reemplazarlo. Pero el libro de cocina... Byrd no era cocinero: en su casa había personal doméstico, en la Armada y en sus expediciones también, y no le hacía ninguna gracia la idea de pasarse los próximos siete meses comiendo siempre lo mismo. Podía hacerse, tal vez, unos huevos con jamón o un hoosh de pemmicam (sopa de carne seca y molida, charquicán en polvo, pero comprendió que, si no encontraba el libro o si lo había olvidado en Little America "tal vez tendría que elegir entre morirme de hambre o enloquecer lentamente, condenado a una dieta de cereales y corned beef enlatado". Por suerte, el cocinero Corey le había dejado una docena de abrelatas dispersos entre los alimentos del túnel, para garantizar que no se le extraviaran todos a la vez.
29 de marzo
"Anoche, cuando terminé de escribir, observé una mancha oscura en el piso, bajo la estufa. Se había roto el tubo de combustible. Tuve miedo del incendio, apagué la estufa y comencé a buscar un caño de repuesto. No lo encontré. Por fin, conseguí arreglar el tubo con cinta adhesiva del botiquín. Resultado: me pasé la noche en vela hasta las 4 de la mañana, con un frío terrible y la estufa apagada. Dentro de la cabaña hace 50° bajo cero. Al tocar el metal, el frío me arrancó la carne de las yemas de tres dedos.
Hoy se cumplen 22 años de la muerte del capitán Robert Scott. Murió aquí mismo, en la Barrera, a la misma latitud a la que yo me encuentro. Lo admiro como admiro a muy pocos hombres y, tal vez mejor que muchos otros hombres, estoy hoy en situación de comprender por lo que tuvo que pasar...
30 de marzo
No podré tener paz hasta que sepa que mis dos tractores llegaron con bien a Little America. La culpa es mía: los retuve aquí demasiado tiempo. Dentro de dos días me comunicaré por radio y sabré lo que ocurrió. Estuve tratando de ordenar los túneles, pero el hombro me duele terriblemente y me quedan aún varias toneladas de cosas que levantar y guardar. Me las arreglo con una mano, apoyando las cosas en la cadera.
31 de mayo
¡No tengo reloj despertador! ¿Cómo voy a hacer mis observaciones? Esto me deja perturbado, porque siempre pude despertarme a la hora deseada con sólo pensar en ello al acostarme. Pero hoy me pasé media hora, y ayer una hora. Tengo que hacerme una rutina, que debe depender de los instrumentos meteorológicos. Hay ocho en funcionamiento continuo, de los cuales el que más me importa es el registro."
Byrd tenía que dar cuerda diariamente al mecanismo de relojería que hacía girar el tambor del registro, para que las plumas pudieran escribir en el papel continuo. Tenía dos termómetros (uno interno y otro externo), un barómetro, un higrómetro para medir la humedad y un termómetro de mínima.
"Cada mañana a las 8 en punto y nuevamente a las 8 de la noche, tenía que subir a la superficie a tomar nota de la temperatura mínima registrada, después de lo cual debía sacudir enérgicamente el instrumento. Luego permanecía cinco minutos observando la Barrera para anotar el estado del cielo, el horizonte, el porcentaje de nubosidad, la claridad, la cantidad de nieve arrastrada por el viento, la dirección y velocidad del mismo y cualquier otro dato atmosférico. Más tarde volcaba todos estos datos en el formulario 1083 del Servicio Meteorológico de los Estados Unidos. Diariamente, entre las 12 del mediodía y la 1, tenía que cambiar las hojas del registro y del termógrafo interno. Todo el tiempo tenía que estar reentintando las plumas y las almohadillas que las alimentaban, y también debía dar cuerda a diario al mecanismo del termógrafo. Los lunes hacía lo mismo con el termógrafo externo y el barógrafo".
Tal era la rutina meteorológica de Byrd. Si cumplía con su labor correctamente, todos los datos quedarían registrados sobre papel y todos los meteorólogos del mundo se enterarían, por fin, de cómo funcionaba el clima en el Polo Sur. Consultando sus registros, cualquier profesional podría hacer predicciones más correctas y acertadas, y el fin último de la expedición estaría cumplido.
Pero Byrd seguía con el corazón en la boca, por dos cuestiones. Uno: ¿habrían llegado a Little America sus compañeros? Y Dos: ¿sería él capaz de hacer funcionar las radios y hacerse entender en su rudimentario Morse? Lo dudaba:
"A pesar de las órdenes que yo había dado, y a las promesas de obedecerlas, yo sabía que ambas serían violadas si Little America permanecía mucho tiempo sin poderse poner en contacto conmigo. Y si Little America decidía efectuar mi rescate en pleno invierno, el resultado podía ser una terrible tragedia. Era mucho lo que dependía de mi capacidad de mantener las comunicaciones con ellos".
El 1 de Abril de 1934 se comunicó vía radio por primera vez con la base Little America y pudo oír las voces de sus compañeros, estaban todos bien y eso lo tranquilizó. La extraña conversación voz-Morse duró sólo 20 minutos. En esa primera transmisión decidieron el horario de las comunicaciones: martes, jueves y domingos a las 10 de la mañana. Si Byrd no estaba en el aire, habría llamados de emergencia a la misma hora.
El lunes 2 de abril, el barómetro descendió bruscamente, y a las 5 y media de la tarde la aguja desapareció bajo el borde inferior de la hoja. Byrd observó que el viento aumentaba, y que la nieve en polvo comenzaba a caer por el tubo de ventilación, formando sobre el suelo de su cabaña una montaña cada vez más alta.
El miércoles 4 el viento continuaba, pero el barómetro comenzó a subir. Para consternación de Richard, ese día descubrió que el techo del túnel del combustible comenzaba a hundirse por el peso de la nieve acumulada. La pesadilla de que se derrumbara, dejándolo atrapado en el extremo del túnel o de que lo hiciera con él en la cabaña y sin acceso al combustible, lo obligó a apuntalarlo con cajones de mercaderías y dos grandes vigas de madera de 2 x 4 pulgadas, a pesar del horrible dolor que le causaba el hombro derecho. Byrd sabía que el frío que seguiría al vendaval fundiría entre sí los copos nuevos, formando un duro puente de nieve congelada sobre el techo del túnel: casi con seguridad no se derrumbaría. El termómetro marcaba 21,1° bajo cero, lo que era casi templado comparado con los -50 de marzo, pero el viento cortaba la piel. Esa noche no cenó.
Pero la peor de sus pesadillas se haría realidad al día siguiente:
5 de abril
"Esta mañana, al despertar, me di cuenta de que el ruido del viento había cesado, aunque seguía entrando nieve en polvo a través del ventilador de salida y junto a la chimenea de la estufa. Me vestí rápidamente y subí de prisa la escalera para la observación de las 8 de la mañana. Pero, cuando empujé, con mi hombro sano, la trampa Byrd, ésta se negó a ceder. Muerto de sueño, rígido de frío y muy asustado, insistí empujando con toda la fuerza que pude. La compuerta no se movió. Recordando entonces mi propio mecanismo de doble acción, quité los dos pernos pasantes e intenté tirar hacia abajo. Nada. Incluso cuando salté de la escalera y quedé colgando de la manija de la compuerta con todo mi peso suspendido de ella, la puerta trampa siguió cerrada. Era muy grave. Me solté y caí al piso de la veranda, diciéndome: "Estás jodido. Ahora estás jodido. Estás realmente jodido, con trampa doble acción y todo".
Con la linterna busqué una viga de 2 x 4, y utilizando el brazo bueno comencé a golpear la tapa, como si la viga fuese un ariete vertical. Luego de 15 ó 20 minutos de duro batallar, conseguí abrir la puerta apenas un poco; apoyándome en la escalera y empleando toda la fuerza de mi espalda contra la trampa, logré finalmente abrirla lo suficiente como para salir al exterior. Una vez en la superficie, pronto descubrí la causa de la dificultad. El día anterior, mientras trabajaba en el túnel de los alimentos, la puerta de la cabaña había estado abierta un largo rato. El aire tibio del interior había ablandado la nieve alrededor de la compuerta, y, después de apagar la estufa, el borde derretido se había congelado de nuevo, soldando la misma. Además, se habían acumulado 70 cm de nieve nueva sobre ella. El montón de nieve se había juntado detrás del tubo de ventilación y del soporte de los instrumentos, que en un viento del este quedaban del lado del viento con respecto a la trampa."
El almirante Byrd acababa de salvar su vida milagrosamente: bien podía haber quedado sepultado vivo hasta la primavera, y él lo sabía perfectamente. Por lo tanto, ocupó todo el día en golpear, excavar y serruchar el molesto y peligroso montón de nieve, en un intento de nivelar la superficie alrededor de Base Avanzada.
Pero lo más importante era otra cosa: agenciarse otra salida, una alternativa que le permitiese escapar en caso de un nuevo fracaso de la puerta-trampa Byrd.
Decidió abrir un agujero en el túnel de las provisiones —orientado al oeste—, cavando un nuevo túnel en ángulo recto con él, o sea, hacia el sur. Los vientos del sur son raros en la Antártida; la nieve y el polvo son traídos casi siempre por los vientos del este.
"Puesto que me resultaba imposible impedir que la nieve se acumulara a barlovento de los tubos de la estufa y la ventilación, del alojamiento de los instrumentos y la cabaña misma, y por lo tanto, sobre mis dos túneles, la salida más lógica era abrir un tercer túnel hacia el sur, alejándose de la zona de acumulación de nieve".
Byrd empezó su obra a mitad de camino del túnel despensa, justo frente al nicho del generador de la radio. Necesitaba que tuviese de 9 a 11 metros de largo, 1,8 m de alto y 1,2 de ancho. Era un trabajo terrible. Debía excavarlo a entre 60 y 90 centímetros de la superficie. Cuando llegara al extremo, abriría una chimenea que llegase a 30 centímetros del suelo, fácil de romper si la trampa Byrd se quedaba trabada otra vez. Pero sabía que, en las condiciones en que se encontraba, sólo podría excavar 30 centímetros al día. Era poco, pero mucho mejor que morir enterrado vivo.
El otro problema era el abastecimiento de agua. Como es obvio, se trataba de derretir nieve, pero no es una tarea tan simple como parece. Con suprema inteligencia, Byrd aunó las dos tareas en una extraña simbiosis, y su túnel de escape se convirtió a partir de entonces en su principal fuente de agua. En vez de picar la nieve y destruirla para quitarla con pala, la cortaba con la sierra en bloques de tamaños adecuados para sus baldes y amontonaba estos ordenadamente en la galería como si fueran ladrillos.
Pero obtener agua era un trabajo fatal: pronto llegó a odiarlo y a angustiarse al pensar que debía hacerlo día tras día. Por empezar, la proporción de agua obtenida era ruinosamente escasa. Ocho litros de nieve rendían apenas dos litros de agua. Segundo, era un proceso lentísimo. La nieve estaba tan congelada que llevaba varias horas de dejarla sobre la estufa para lograr que retornara al estado líquido. Con uno de los grandes baldes sobre la estufa, Dick no podía cocinar ni usar su horno para nada más. Era un tormento constante, pero también representaba su supervivencia.
6 de abril
"He vuelto a dormir bien, pero aún no puedo recuperar mi capacidad de despertarme a voluntad: esta mañana erré por más de 45 minutos. Aunque mantengo las claraboyas todo lo limpias que es posible para aprovechar la escasa claridad que aún queda durante el día, cuando llegue la noche polar no tendré quien me despierte. Las claraboyas están escarchadas casi siempre; cuando enciendo la estufa, el aire caliente sube y derrite la escarcha, que entonces gotea formando pequeñas estalagmitas sobre el piso helado. Utilicé el termómetro: pude demostrar que cuando estoy sentado, entre el nivel de mis pies y el de mi cabeza hay una diferencia de temperatura de entre 5 y 15 grados.
7 de abril
El día de seis meses ya se extingue. Incluso al mediodía, el sol sólo se alza unas pocas veces su propio diámetro sobre el horizonte, y se muestra frío y apagado, apenas suficiente para proyectar sombra. El cielo oscuro irradia una tristeza fúnebre. Estoy en el espacio entre la vida y la muerte. Esto es lo que verá el último ser humano sobre la Tierra justo antes de morir.
8 de abril
Los instrumentos meteorológicos fueron diseñados para un clima más templado. Me causan problemas, mi hombro está inválido y todo ello complica mis preparativos para pasar la noche austral. Pierdo tiempo con pequeñeces en forma continua: aunque no haya nieve en el aire, por ejemplo, descubro que el tubo de ventilación de salida se llena de hielo cada tres o cuatro días, posiblemente de condensación. Tengo que vigilarlo, o moriré. Ese hielo maldito no sale a golpes, por lo que tengo que sacar el caño de su agujero, llevarlo abajo y dejarlo sobre la estufa. Al tubo superior de la estufa comienza a pasarle lo mismo. Cuando la estufa está encendida y bien caliente, el hielo se derrite y el agua sale por un agujero que hay en el fondo. Por suerte el registro, que se encuentra debajo, tiene una tapa de vidrio. Si no, ya se me hubiese arruinado hace mucho. He atado una lata allí abajo para recibir el agua, pero debo vivir pendiente de esto, porque si los tubos se obstruyen..."
Mientras penaba con estos problemas que amenazaban su vida, Richard estaba obligado a seguir trabajando en sus dos proyectos principales: el túnel de escape y el ordenamiento de sus posesiones. A efectos de no cansarse y aburrirse, a mediados de abril comenzó a rotar las tareas, trabajando sólo una hora en una y pasando a continuación a otra. Cavaba el túnel de fuga, luego separaba los guisantes de la carne y los tomates, hacía sus observaciones del clima, ordenaba la cabaña y colocaba en sus lugares precisos el combustible.
El asunto del combustible era, como es obvio, sumamente crítico, y le preocupaba tanto que muchas veces gastaba combustible en la iluminación artificial para trabajar en el túnel correspondiente aún por las noches.
Pero el combustible no escaseaba: los tractores le habían dejado 350 litros de gasolina para el generador de la radio, colocados en dos grandes tambores ubicados en el extremo del túnel, 1.400 litros de solvente de Stoddard para la estufa (en tambores de 45 litros cada uno que pesaban unos 45 kilos) y 720 litros de parafina, distribuidos en cuatro tambores de 180 litros y 240 kilos cada uno que le garantizaban la iluminación durante un largo período.
El frío era un fantasma constante, y las consecuencias de la exposición le provocaban todo tipo de pequeños —y grandes— trastornos. El propio almirante lo explica en estos términos:
"El frío hace cosas curiosas. A 45 grados bajo cero, las linternas eléctricas se apagan en la mano. A los 48,3°C bajo cero, la parafina de los faroles se congela, y la llama se seca en la mecha. A -51,1°C, el caucho se vuelve cristalino, al igual que los cables y alambres. Por debajo de los -51°C, el frío encuentra la más microscópica gotita de aceite lubricante, la suelda y paraliza el instrumento. A esa temperatura, si sopla la menor brisa, el aliento se congela al salir de la boca y se aleja haciendo un ruido como de cohetes chinos. El viento helado quema los pulmones si uno tiene la respiración alterada por el trabajo físico".
Pero el peligro no habitaba sólo en las temperaturas extremas, inferiores a -50°: el único anestésico del que Richard disponía —novocaína— se congeló e hizo estallar sus ampollas en las temperaturas relativamente moderadas del mes de abril. El líquido de los extintores de incendio hizo lo mismo. Las botellas de tomate triturado se le rompieron. La parafina y el Stoddard fluían espesos como melaza. Los alimentos en lata debían pasar todo el día sobre la estufa para descongelarse.
Y los instrumentos. "La escarcha se congelaba eternamente en los contactos eléctricos de la veleta y en los vasos del anemómetro. Tenía que salir al exterior y trepar al poste de cuatro metros donde estaban, muchas veces tres o cuatro veces al día, para poder limpiarlos. Era un trabajo horrible, especialmente de noche y con tormenta. Cuando bajaba, invariablemente tenía congelado un dedo de la mano, o el pie, o la nariz, o una mejilla".
Como no podía cerrar bien la puerta de la cabaña, la temperatura caía a extremos espantosos en cuanto Byrd apagaba la estufa al irse a dormir. Dependiendo de la temperatura de la superficie, al despertarse lo hacía en un ambiente que estaba entre -23 y -40°C. Las botas y las medias estaban rígidas por la congelación del sudor del día anterior, y debía ablandarlas con las manos para poder ponérselas. La carne de los dedos se caía al tocar el metal helado de la estufa o el farol para encenderlos, usara o no guantes y mitones. La carne nueva crecía en el lugar de la perdida, pero durante varios días permanecía tierna y sensible. Las plumas de los instrumentos se congelaban y sólo dibujaban líneas rectas, torcidas, borroneadas, o los cilindros se detenían sin razón aparente al helarse el lubricante de los ejes. "Aprendí a adelgazar la tinta con glicerina para evitar que se congelara, y a reemplazar el aceite de los instrumentos por grafito, que lubrica menos pero no es tan sensible al frío"
"Me hubiesen expulsado de la Academia Naval si me hubieran visto cocinar así", se lamenta. Casi no desayunaba más que té y galletitas de harina integral. El almuerzo salía de una lata: jugo de tomate, galletas esquimales y carne o pescado...¡fríos! Normalmente se trataba de corned beef, lengua o sardinas.
Pero como cocinero, Richard Byrd era un desastre. Con sentido del humor digno de mejor causa, relata sus desventuras en estos términos:
"El Incidente de la Harina de Maíz: en un caldero eché lo que me pareció una razonable cantidad de harina, le agregué un poco de agua y lo coloqué sobre la estufa para que hirviera. Este simple procedimiento dio a luz a un monstruo con cabeza de Hidra. La mezcla comenzó a hincharse y a secarse, secarse e hincharse en medio de extraños ruidos, resoplidos y gorgoteos. Inocentemente agregué más agua, más agua y luego más agua, hasta que el caldero se convirtió en una especie de Vesubio en erupción. La dotación completa de ollas y sartenes que poseía fueron lamentablemente insuficientes para contener la marea de pasta que inundó la cabaña. Se deslizó por la estufa. Salpicó el techo. Me cubrió de pies a cabeza. De no haber sido yo un hombre resuelto, hubiera perecido ahogado en polenta. Tomando la vasija con los guantes, corrí con ella a la veranda y la arrojé al fondo del túnel. Allí siguió durante largo rato arrojando su infame lava dorada hasta que el mordiente frío calmó su cráter".
Luego vino "El Desastre de las Habas Secas":
10 de abril
"Es sorprendente la cantidad de agua que pueden absorber las habas y el tiempo que tardan en cocinarse. A la hora de comer tenía suficientes habas a medio cocer como para indigestar a toda la tripulación de un gran buque de guerra...
"Mi primer postre de gelatina salió rebotando como una pelota de goma cuando intenté cortarlo con el cuchillo".
12 de abril
Y tú, que te has sentado en mil elegantes banquetes...
"...no podía hacerme ni una tortilla. Se me pegaban las tortillas de tal forma que tenía que despegarlas de la sartén a golpes de cincel. No sabía qué hacer".
15 de abril
He estado cocinando mis habas secas durante tres horas con el agua más caliente que he podido lograr. Son las nueve de la noche, estoy muerto de hambre, y todavía están duras como el granito. Pero me he juramentado a cumplir mi firme propósito: descubrir su punto de reblandecimiento, aunque deba quedarme en pie toda la noche.
17 de abril
¡ENCONTRÉ EL LIBRO DE COCINA! Estaba en una bolsa de lona llena de instrumentos de navegación, y lo hallé hoy por la mañana. Mi grito de alegría fue tan fuerte que me avergoncé, porque comprendí que era el primer sonido que salía de mis labios en más de 20 días. Ningún libro de rutas mercantes llevado por el mar a las manos de un náufrago fue jamás estudiado con tanto ahínco y concentración. Lamentablemente, sin embargo, debo aceptar que no resuelve todos los misterios de su abstrusa arte. ¡No me dice, por ejemplo, cómo evitar que las tortillas se peguen a la maldita sartén! Hoy me comuniqué por radio con Charlie Murphy, y le pregunté si había alguien en Little America que conociese la respuesta. Charlie dijo: "Ahí me agarró, almirante. Jamás cociné nada en toda mi vida. ¿Por qué no intenta cambiar de dieta?". PREGUNTE AL COCINERO, transmití. "Dick", contestó él. "Aunque usted estuviera muriendo de hambre, yo no confiaría en ese hombre". PREGUNTE A ALGUIEN, insistí. "Le diré lo que haremos", dijo Charlie. "Le preguntaré a Oscar, el cocinero del Waldorf. En un asunto tan grave como este, no quiero correr ningún riesgo".
"Catorce días más tarde, tal como me lo había prometido, Charlie me leyó un verdadero tratado sobre tortillas que el tal Oscar había escrito especialmente para mí. Resultó que el secreto consistía en poner manteca en la sartén. Así pude, por fin, cocinar prescindiendo del cincel".
Aparte de las hilarantes desventuras culinarias de Dick, la anotación de su diario del 17 de abril incluye un asunto mucho más perturbador para él:
Hoy ocurrió otra cosa importante: el sol se fue. Espió sobre el horizonte al mediodía, y con ese gesto impaciente se puso por última vez. No siento nada en particular a raíz de haber perdido el sol, ni siquiera envidia por los muchachos de Little America, que tendrán una noche invernal apreciablemente menor. "Si el sol no se hubiese ido", me consolé a mí mismo, "eso te hubiese dado algo serio en que pensar, porque hubiese significado que el eje de la Tierra apuntaba en una dirección equivocada, y que el Sistema Solar se estaba haciendo trizas".
18 de abril
Durante varias horas continué en el exterior nivelando la nieve, y sacando bloques del túnel de escape. En un momento me resbalé y caí pesadamente sobre el hombro herido. Me dolió como el demonio. Aparentemente tengo una quemadura en los pulmones a causa del aire frío, porque me arden mucho al respirar. La temperatura bajó 15 grados. La linterna se me congeló y se apagó mientras yo estaba afuera. Esta mañana encontré más hielo, enormemente duro, en el caño de la estufa. Perdí muchísimo tiempo rompiéndolo. Tendré que hacer algo al respecto.
Los problemas de Byrd con la ventilación no habían hecho más que comenzar. A fines de ese mismo mes de abril, el explorador comprendió que el tubo gravitacional de ventilación (aquel que llevaba la forma de una U) había comenzado a fallar. No cumplía su tarea de ingresar aire fresco del exterior y distribuirlo uniformemente por Base Avanzada. Cuando la estufa estaba encendida, el aire de la parte alta de la habitación se calentaba, mientras que el piso y los rincones permanecían cubiertos de hielo. Como pintorescamente lo describe el militar: "Uno o dos pasos en cualquier dirección me hacían pasar del calor del Ecuador a los fríos polares. Yo quería una distribución más pareja de la temperatura, pero más imperiosamente necesitaba el aire fresco".
Los que hizo Byrd fue derribar el pilar de madera que asomaba en medio del piso de la cabaña ("tropezaba con él una y mil veces" ) y reformó totalmente el conducto de ventilación. Tuvo que trabajar hasta las 3 de la mañana —hay que considerar que no tenía secciones de tubo de repuesto, por lo que se vio obligado a utilizar latas vacías. Sus únicas herramientas eran un martillo, una sierra y una pinza— y luego, aunque la reparación se veía horrible, pudo disfrutar de un poco más de aire y de menos diferencias de temperatura.
La noche polar ya se enseñoreaba en base Avanzada.
21 de abril
"Esta mañana fue el momento más difícil. Si ya es horrible comenzar un día de trabajo en la oscuridad, en mi situación es aún peor. Uno puede tratar de tomarlo racionalmente, pero a la larga la combinación de frío y oscuridad van debilitando el cuerpo gradualmente. El pensamiento se vuelve lerdo, y el sistema nervioso responde haciéndose más lento aún. Me lleva varios minutos despertarme del todo, parezco estar perdido en el frío interestelar, perdido y desesperado. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? La habitación es una oscuridad blanda, inconcreta.
22 de abril
Lo primero que hago al levantarme es encender la estufa. El combustible suele estar bastante congelado, y me toma diez minutos pasarlo del tanque al quemador. Me hago un té caliente, caliento hielo con tabletas de alcohol, de las cuales necesito seis para encender el fuego. Hoy noté, antes de las 8, que la presión bajaba, y que la temperatura estaba por debajo de los 40° bajo cero. Tuve que calentar la linterna sobre la estufa para descongelar las pilas. Sin molestarme en encenderla hice el camino que me conocía de memoria: un paso para salir a la veranda, dos a la izquierda, seis arriba por la escalerilla. La puerta trampa se resistió a abrirse, pero sólo un poco. Seguía oscuro. Aunque continuaré utilizando los términos "día" y "noche", ninguno de ellos era adecuado para la sombría palidez de las mañanas sobre la Barrera. Al mirar a mi alrededor, comprendí mi soledad y el abandono en que me hallaba."
Más tarde ese mismo día (alrededor de las 9 de la mañana), Dick debió comenzar con los agotadores preparativos para comunicarse con Little America. Terminó unos minutos antes de las 10, con el tiempo justo para hacer una observación de las auroras (no vio nada, estaba nublado) para zambullirse luego dentro de la cabaña. Allí estaba la voz de Dyer, llamando a KFY. Él permitió que Byrd pusiera en hora sus cronómetros retransmitiéndole un "top" desde el observatorio de Greenwich. Así, el prisionero de los hielos pudo ajustar todos sus instrumentos.
Luego, como de costumbre, a trabajar cavando en el vital túnel de escape. Mientras se esforzaba en el helado hueco, Byrd escuchó un espantoso estruendo que lo hizo sobresaltar: "Parecía que muchas toneladas de dinamita hubiesen explotado en la Barrera", anota. "Basándonos en registros sismográficos, habíamos descubierto que Base Avanzada yacía sobre un estrato de hielo y nieve de más de 230 metros de espesor. Sentí que la Barrera se movía ligeramente sobre este manto de hielo, y la linterna osciló, colgada de su clavo en la pared. Esto se conoce como 'terremoto de Barrera', y se debe a la contracción de la nieve de las áreas subyacentes".
Byrd, caminante incansable y amante de los largos paseos, encontró un problema para estirar las piernas en Base Avanzada. El edificio, de 3 x 4 pasos, no le permitía hacer el ejercicio que él sabía imprescindible para su salud, pero caminar en el exterior tenía también sus grandes riesgos: "Casi nunca me atreví a alejarme de la vista del anemómetro o del montículo de nieve de tres metros de alto que señalaba el depósito que había preparado Innes-Taylor. Éstos eran los dos únicos puntos de referencia que tenía entre Little America y el pie de los montes de la Reina Maud. Si el viento comenzaba a soplar repentinamente o si la niebla se abalanzaba sobre mí, podía perderlos en un instante".
El almirante norteamericano estaba sujeto, según sus propios escritos, a tres peligros principales. El primero era el de incendio. No olvidemos que su cabaña y sus túneles estaban repletos de materiales combustibles. Segundo: perderse en la Barrera. Por último, el riesgo de lastimarse o caer enfermo, especialmente dada la circunstancia de que una operación de rescate desde Little America podía causar la muerte de todos los involucrados.
Él estaba bastante seguro de que no se enfermaría: los médicos de Nueva Zelanda le habían efectuado un prolijo examen de salud, y todo en él estaba bien. "La Antártida es un continente sin microbios, por lo que es imposible contagiarse una enfermedad infecciosa... salvo que el hombre la traiga consigo desde otra parte. Se han visto hombres temblar de fiebre, presa de la malaria, a menos de 40° C bajo cero. Habían contraído esa enfermedad en el trópico. Una vez, en Little America, un desaprensivo abrió un cajón de ropas viejas donde vivían algunos virus, y cincuenta hombres cayeron en cama con la gripe en medio de la noche invernal."
Con respecto al primero de los peligros, Dick ejercitaba un cuidado extremo para evitar los incendios: minuciosamente revisaba todo, apagaba la estufa y los faroles antes de salir al exterior y también al acostarse, y, en fin, tomaba todas las precauciones que razonablemente debían tomarse para minimizar los riesgos.
Incluso intentó precaverse contra el peligro de extravío, que era el que más lo preocupaba. Describe de esta manera sus preparativos: "Al norte y al sur de Base Avanzada delimité un camino de 100 metros de largo, al que bauticé 'cubierta de paseo'. Hundí cada tres pasos una caña de bambú, sobre las cuales tendí una fuerte cuerda. Incluso en las peores condiciones meteorológicas podía ir y venir a lo largo de la cubierta de paseo, tanteando la soga con la mano como si fuera un ciego. Tuve que hacerlo en muchas ocasiones, cuando el aire estaba tan lleno de nieve que la visibilidad terminaba en la visera de mi capucha. Esa cuerda era una débil línea recta a través del caos".
Richard Byrd ampliaba su "cubierta de paseo" siempre que podía: cuando el tiempo era bueno y salía a caminar, llevaba siempre bajo el brazo un hatajo de varillas de bambú —en cantidad conocida— y clavaba una cada 30 pasos. Cuando se le acababa el hato, simplemente volvía sobre sus pasos recogiendo las varas, y la última lo dejaba a 30 pasos de su "cubierta de paseo". "Las varillas pesaban muy poco, y yo podía fácilmente llevar conmigo un conjunto suficiente para un paseo de 400 metros de largo. Aunque con frecuencia cambiaba la ruta, eso no significaba nada. No importa en qué dirección fuera, el paisaje era absolutamente idéntico en todas direcciones. Podría haber caminado 280 kilómetros al este hasta los Montes Rockefeller, 480 al sur hasta los de la Reina Maud o 640 km al oeste hasta las Montañas de la Tierra de Victoria del Sur sin ver nada diferente".
El sistema de las varillas de bambú parecía ser a prueba de fallas, y lo fue...
Hasta que falló.
Un día en que estaba de buen humor, Byrd decidió dar un paseo más largo que de costumbre. Estaba oscuro y el aire tenía un poco de nieve, pero el Robinson Crusoe antártico no consideró que hubiese motivo para preocuparse. Paseó alegremente durante una media hora, y, cansado, se dio vuelta para regresar. Pero... ¡no había nada! ¡Ninguna varilla de bambú por ningún lado, hasta donde alcanzaba la vista! "Totalmente abstraído en mis pensamientos, había colocado la última y había seguido adelante hasta perderla de vista. Me había alejado de las cañas de bambú, y ahora, preguntándome en qué dirección quedaba la cabaña, me daba cuenta de que no sabía qué distancia había caminado, ni hacia dónde".
La situación era grave: si no conseguía regresar pronto, moriría a la intemperie en el curso de ese mismo día. A la luz de su linterna, revisó el terreno, en la esperanza de que sus pisadas hubieran quedado impresas en la nieve. Pero el suelo era de hielo duro, totalmente refractario a las huellas. "Me sentí horrorizado. Como siempre sucede, mi primer impulso fue correr. Conseguí dominarlo, y, con toda la frialdad de que fui capaz, pasé revista a mi situación".
La única herramienta de que disponía era su linterna. Con ella imprimió en la nieve una flecha que apuntaba en la dirección por la que había venido. Byrd recordó que al salir de Base Avanzada había echado una ojeada al anemómetro, que indicaba viento sur. El viento le daba ahora en la mejilla izquierda, la misma en que le había dado en el momento de la partida. Si la suerte le jugaba a favor y el viento no había rotado en el ínterin, al menos ahora sabía para dónde quedaba el sur.
Le faltaba un punto de referencia: a puntapiés arrancó pedazos de hielo de la Barrera de Ross y formó un montículo de 45 centímetros de alto junto a la marca de la flecha. Tardó mucho y se cansó realizando esta tarea. Cuando culminó, levantó la vista y observó que la suerte le sonreía otra vez: el cielo, que había estado nublado, se estaba despejando y le permitía observar las estrellas. Vio dos que estaban precisamente en línea con la dirección en que había estado caminando al detenerse: "Para hablar en términos de navegación, esas estrellas me dieron la altura, y el montón de nieve me dio la amarra. Comencé a caminar con cuidado, con la mirada fija en las estrellas, avanzando cien pasos. Entonces me detuve. Iluminé con la linterna a mi alrededor, pero no vi nada más que la infinita extensión de la Barrera".
No podía seguir adelante por temor a perder su montón de nieve, única referencia en las cercanías. Retrocedió los cien pasos caminados... ¡pero el montículo no estaba! ¿Se había extraviado otra vez? En ese caso, era su fin. Por un instante, la mente de Byrd se balanceó al borde del abismo del pánico. En ese preciso momento, la luz de la linterna encontró el hito a veinte pasos a su izquierda. Es de hacer notar lo catastrófico de la falta de puntos de referencia: al caminar 100 pasos, se había desviado 20 sin darse cuenta. La caminata en la Barrera tiene una tasa de error del 20%, y uno no se percata de ello.
"'Ahora sí que estás perdido', me dije, y me sentí abrumado, pero comprendí que tenía que ampliar mi radio de búsqueda, o moriría. Al alargar mi radio, posiblemente nunca encontrara el camino de regreso, pero si no lo hacía, con certeza nunca lo hallaría. No había otra alternativa excepto morir congelado, y tanto daba helarse a 5.000 metros de Base Avanzada como hacerlo a 5. En la salida siguiente torcí el rumbo 30° a la izquierda, y después de caminar cien pasos, no vi nada. Formé otro pequeño montón de hielo en el punto de los cien pasos y, desesperado, decidí caminar treinta pasos más en la misma dirección".
Al llegar al paso 29, Byrd se topó, a 10 metros de distancia, con la primera caña da bambú. Estaba salvado: "¡Ningún marinero náufrago, al divisar una vela en la distancia, puede haber sentido una alegría mayor!" , escribe el almirante.
Así llegó el mes de mayo, en plena noche polar. La Luna iluminaba sólo una mitad del cielo; la opuesta estaba negra como el carbón. En el extremo opuesto, la luz reflejada del sol hundido bajo el horizonte iluminaba como una llama. Durante los primeros seis días de ese mes, la temperatura se mantuvo en promedio a -55,5°C, y nunca subió a más de -40 en todo el mes. Pero Byrd estaba obligado a seguir con sus observaciones meteorológicas.
1° de mayo
"Durante mi paseo vi un halo lunar, el primero desde que me encuentro aquí. La luna parecía irrealmente brillante, y luego un sutil cambio en la calidad de su luz me hizo elevar la vista. Una penumbra se extendía sobre la superficie de la luna, y, mientras observaba, un sistema de círculos luminosos se formó en torno a ella. Instantáneamente la luna quedó rodeada de círculos concéntricos de colores, como un arcoiris envolviendo a una brillante moneda de plata. La amplia banda exterior, de 19 diámetros lunares, era de color verde manzana. Este extraordinario efecto duró cinco minutos. Luego los colores desaparecieron, y una docena de rayos de una aurora brotaron del borde mismo de la luna, para desaparecer también al cabo de unos momentos.
3 de mayo
Hoy vi una estrella al sudoeste, tocando el horizonte. Era de un brillo tal que me deslumbraba. La primera vez que la vi, hace varias semanas, tuve la fantástica idea de que alguien me hacía señales. Es una estrella curiosa, que aparece y desaparece a intervalos impredecibles, como el pestañear de una luz.
He tenido que trepar al poste de la veleta dos veces. Que se me hielen las manos, la nariz o las mejillas, o incluso todas juntas, mientras estoy en el poste, es algo a lo que me he acostumbrado. Pero hoy, para variar, sufrí la congelación del mentón.
Dos días después, Richard decidió dar un paseo más largo, siguiendo el dipolo de la antena de radio. El cable se había congelado: tenía una capa de hielo que Byrd apenas podía rodear con los dedos, y el peso de la escarcha lo hacía colgar en grandes combas entre los postes. Previendo tener deseos de pasear, el explorador había plantado una caña veinte metros más allá del poste más lejano de la antena, para que sirviera de señal si no veía el palo. Ese día, 5 de mayo, estaba allí de pie, cuando recordó que había dejado la estufa encendida. Se dirigió hacia el último poste de la antena, cuando el mundo se derrumbó bajo sus pies. "Tuve una horrible sensación de caer, y al mismo tiempo de ser arrojado a un lado. Cuando me recobré, estaba tendido en la nieve, con los pies colgando sobre un abismo sin fondo: la boca de una grieta abierta".
Byrd estaba agarrado de una débil cornisa, y no se atrevía a moverse por miedo a que cediera. Luego, centímetro a centímetro, se izó hasta que estuvo totalmente apoyado en hielo firme. Había caminado por el techo de una grieta ciega, cubierta por una capa de hielo que no puede distinguirse del hielo real, a sólo 50 metros de su cabaña. Dick golpeó el techo con la varilla de señalización, y vio que en algunos sitios se rompía y en otros no. Muchas veces había caminado sobre ella. De hecho, en el camino de ida hasta la varilla la había atravesado. Tal vez ahora había pasado sobre su único punto débil. Tendido boca abajo, apuntó su linterna hacia el interior de la grieta: no tenía más de un metro de ancho, pero sus paredes se separaban más abajo formando una gigantesca caverna subterránea. Era tan profunda que Byrd no alcanzaba a iluminar el fondo con la luz de la linterna. Los muros cambiaban de color del azul al verde esmeralda. Este último era hielo de mar. "La suerte me había hecho atravesarla perpendicularmente: si lo hubiese hecho a lo largo de ella, sin duda me habría precipitado al fondo. Para no volver a cometer el mismo error, me llevé dos varillas de bambú y las clavé a ambos lados de la boca de la grieta, delante del agujero".
El almirante Richard E. Byrd había salvado su vida milagrosamente por dos veces: una al extraviarse y otra al pisar la grieta. Le quedaban aún al menos cinco meses de soledad en la Barrera de Ross.
Podía felicitarse por haber tenido tanta suerte, pero en realidad, lo peor de su experiencia estaba aún por llegar.
Algo me tiene molesto y no sé qué es. He estado increíblemente irritable todo el día, y a partir de la cena me he sentido deprimido. Esto ha estado ahí desde hace días, pero hoy, por primera vez, debo admitir que mi problema es serio.
"Tomé la ´Teoría de la clase ociosa´ de Veblen. Ya había leído la mitad, pero el asunto que trataba parecía fantásticamente remoto en la monocracia de Base Avanzada. Abandoné el libro para tomar ´Eloísa y Abelardo´, una historia que siempre me gustó, y comencé a leer. Al cabo de un rato, las palabras comenzaron a volverse borrosas. Los ojos me dolían con una palpitación extraña, y tenía un ligero dolor de cabeza, no demasiado fuerte, pero molesto".
Asustado, Byrd subió la luz de la lámpara e intentó hacer solitarios. No sirvió de nada. Dick se lavó los ojos con ácido bórico, pero el dolor no se fue.
El almirante necesitaba desesperadamente averiguar la causa del problema: se sentía confundido, y su concentración mental estaba disminuyendo, lo cual, considerando las circunstancias en que se encontraba, podía ser extremadamente peligroso... y aún mortal. Un pequeño error en una tormenta, un paso en falso frente a las grietas, y adiós Almirante Richard Evelyn Byrd. ¿Qué era lo que le estaba sucediendo? "Mi estado físico era muy bueno, exceptuando el dolor de los ojos y la cabeza. De todos modos, sólo me dolía de noche y desaparecía antes de quedarme dormido. Tal vez se debía a las emanaciones de la estufa. En tal caso, tendría que dejar entreabierta la puerta mientras tenía la estufa encendida durante el día, y tratar de pasar más tiempo en el exterior. También podía deberse a mi alimentación, pero no era probable. Las vitaminas y los nutrientes eran correctos, había tenido mucho cuidado con eso".
Pero, en cualquier caso, la vida en Base Avanzada debía proseguir. Richard debía palear la nieve, atender a sus instrumentos, ordenar los túneles, cavar el túnel sur de escape, hacer las observaciones meteorológicas y estudiar las auroras australes: "Yo era el inspector de las tempestades y de las auroras. Yo era el vigilante de la noche y el sacerdote confesor de mí mismo. Siempre ocurría algo, afortunadamente. En mayo, como en abril, jamás me faltó trabajo por hacer".
Pero allí, como en cualquier ciudad del mundo habitada por seres humanos, no existe la felicidad completa. Justamente cuando Byrd había aprendido a dominar su tecnología y las técnicas de observación meteorológicas, el termógrafo exterior comenzó a funcionar mal. Estaba instalado en el cajón de los instrumentos en la superficie, y Richard Byrd se refiere a él como "aparato diabólico". La escarcha se juntaba sobre el conducto de la tinta, la pluma, el tambor y el mecanismo de tracción. Sólo una vez intentó llevar el instrumento a la cabaña para limpiarlo: de inmediato, la diferencia de temperatura cubrió el metal de escarcha y lo detuvo. Desde entonces, Byrd se vio obligado a dar mantenimiento al termógrafo en el túnel, con las manos desnudas a no ser por los delgados guantes de seda. "Aún con estos, mis manos eran infernalmente torpes cuando tenían que desarmar el regulador de velocidad, que, a mi juicio, fue inventado con el único objetivo de amargarles la vida a los meteorólogos".
Pero, a pesar del buen humor que trasuntan sus anotaciones, la preocupación por su malestar físico seguía tiñendo la vida de Byrd de un tono sombrío.
9 de mayo
"Sospecho que mis accesos de tristeza provienen de algo que me afecta físicamente. Posiblemente se trata de los gases producidos por la estufa, la linterna o el grupo electrógeno. Es realmente esencial que haga un cuidadoso balance de mi situación, porque mi enemigo opera de modo sutil. Ciertos tipos de males físicos tienen un efecto depresivo sobre el humor. Mi pregunta es: ¿puedo solucionar el problema si continúo ignorándolo e incluso negando su propia existencia? Si esto es así, no sólo mi cuerpo está enfermo, sino que también lo está mi mente. Es de vital importancia que llegue a determinar la verdad. Además de la ligera molestia de los ojos y del hecho de que tengo los pulmones quemados por el frío, no me siento mal. Estoy seguro de que la comida no tiene nada que ver con mi estado. La única duda son los gases. El dolor de ojos y de cabeza siempre vienen por la tarde, cuando la estufa ha estado funcionando mucho rato. El aire del túnel se pone grueso y pesado cuando el grupo está encendido. Pero me cuesta creer que eso me esté haciendo daño. La ventilación parece ser suficiente, siempre que consiga evitar que los conductos y aberturas se vean obstruidos por el hielo y la nieve..."
El paso lógico era, por supuesto, examinar la estufa. Byrd encontró dos defectos en ella: primero, que el quemador tenía tendencia a chisporrotear y echar humo cuando él ponía sobre la estufa un balde de nieve para hacer agua. El otro era que la chimenea se llenaba de nieve, la cual, al fundirse, fluía hacia el interior de la estufa. Byrd había hecho un agujero en un ángulo recto, para que el agua saliera antes de llegar al interior del artefacto.
Los tubos de ventilación funcionaban bien, y el aire se renovaba como estaba previsto.
Para descartar un problema alimentario, Richard decidió consultar su libro de nutrición... pero no pudo encontrarlo. En su siguiente comunicación de radio con Little America, en que habló con Dyer, le solicitó que le preguntara a Paul Siple dónde lo había puesto. Byrd aún no conocía la ubicación de todos sus avíos, y en numerosas oportunidades no podía encontrar las cosas.
Paul respondió que el libro había sido visto por última vez en una caja ubicada en la veranda, y en efecto, Byrd lo encontró allí: "Una rápida lectura del libro me confirmó lo que yo ya sabía: mi dieta estaba perfectamente equilibrada. Para obtener, sin embargo, una doble opinión, pedí a Little America que consultara al famoso laboratorio de alimentos de Rochester, Nueva York. Los científicos pronto respondieron que mi dieta era suficiente en todos los sentidos".
11 de mayo
Es tarde, pero acabo de tener una experiencia que deseo anotar. A medianoche salí a la superficie para dar una última mirada a la aurora, pero sólo encontré un difuso resplandor en el horizonte, extendido de norte a noreste. Había estado escuchando la vitrola mientras esperaba la medianoche. Tocaba la Quinta Sinfonía de Beethoven. La noche estaba tranquila y clara. Dejé abiertas la puerta de la cabaña y la trampa. Allí me quedé, de pie en la oscuridad, para dar una mirada a algunas de mis constelaciones favoritas, que se veían más brillantes que nunca.
Pronto comencé a sufrir una ilusión: lo que veía se fundía con lo que estaba oyendo. La impresión era tan perfecta que la música se mezclaba armoniosamente con lo que estaba ocurriendo allá arriba, en el cielo. A medida que la música subía en intensidad, la vaga aurora del horizonte comenzó a pulsar y palpitar, haciéndose más brillante, para extenderse después en rayos y arcos en forma de abanico a través del cielo, hasta que en mi cénit el espectáculo alcanzó su máximo esplendor. La música y la luz de la aurora eran ahora una sola, y comprendí que toda la belleza era semejante y emanaba de una única fuente.
La vida a solas hace desaparecer la necesidad de la manifestación externa; ha eliminado mi necesidad de maldecir, aún cuando yo siempre fui propenso a jurar contra todo lo que me hiciese perder la paciencia. Ahora, cuando subo al poste del anemómetro para limpiar los contactos eléctricos sufro en el frío, y las molestias no son menores que antes; pero ahora sufro en silencio, en callado tormento, plenamente consciente de que la Barrera es algo enorme, que yo estoy solo en ella, y que yo sería el único capaz de escandalizarse por una maldición.
Hace meses que no me corto el cabello, porque cae alrededor de mi cuello y lo mantiene abrigado. Sigo afeitándome una vez por semana, pero solamente porque la barba tiene una molesta tendencia a escarcharse de inmediato cuando estoy en el exterior, y me congela el rostro. Un hombre que no tiene mujeres a su alrededor no tiene motivos para conducirse con vanidad, y comprobé esto al mirarme al espejo esta mañana: mis mejillas están llenas de cicatrices; mi nariz está roja, bulbosa e hinchada por el efecto de cientos y cientos de quemaduras de frío. No presto atención a mi aspecto, pero me he mantenido limpio, algo que no tiene nada que ver con la etiqueta ni la coquetería. La limpieza es confort.
12 de mayo
El silencio en la Barrera es tan real y sólido como el sonido. El silencio es más real que los ocasionales crujidos de la propia Barrera y el violento estruendo de los temblores de nieve.
He recuperado mi capacidad de despertar a una hora predeterminada. Esta facultad ha regresado de modo tan misterioso como despareciera antes. Durante los últimos quince días, he despertado con no más de cinco minutos de diferencia con la hora que me había propuesto.
16 de mayo
Hace ya siete días que no sufro mis habituales depresiones después de la comida. No quiero pecar de exceso de confianza, pero creo que he conseguido dominar el problema.
A mediados de mayo, las pocas noticias que Dyer le leía le parecían extrañas y confusas. "Tenían tanto sentido como lo hubiesen tenido para un marciano", escribe Byrd. La realidad es que la vida en Base Avanzada se regía por otras normas: cambiar las hojas del barógrafo, llenar el depósito de combustible de la estufa, y así siempre, interminablemente.
El 17 de mayo se cumplió el primer mes de noche perpetua. Hacía exactamente 30 días que el sol se había hundido tras el horizonte y no había regresado. "Y de las profundidades de la oscuridad venía el frío. Al dar mi paseo acostumbrado, el 19 de mayo, la temperatura era de -54°C. Por primera vez, mis botas se demostraban incapaces de proteger mis pies. Se me había congelado un talón y me vi obligado a regresar al interior y ponerme mis botas de piel de reno. Estaba en medio de la noche polar: el morboso rostro de la Edad de Hielo".
Dick había, en efecto, pecado de exceso de confianza: la depresión volvió esa misma noche. Aparte de la congelación del pie, su cuerpo comenzó a retorcerse bajo la agonía de miles de puzantes dolores. El experimentado almirante identificó de inmediato los síntomas como los del principio de asfixia.
Tenía razón: a la mañana siguiente revisó el tubo de salida de los gases, descubriendo con horror que estaba completamente obstruido con escarcha. El tubo de entrada estaba tapado hasta los dos tercios de su diámetro.
El 20 de mayo la temperatura cayó aún más. Hacía 58 grados bajo cero. El termógrafo interior, en su refugio de la superficie, marcaba -59 grados, y en la cabaña hacía incluso menos, porque el suyo estaba completamente soldado por el frío y ya no funcionaba. La tinta, aún mezclada cuidadosamente con glicerina, estaba congelada en un bloque sólido, y el lubricante de las piezas móviles estaba duro como el acero. Cuando Byrd intentó encender la estufa, el aire en el interior del tanque de combustible se dilató en forma tan violenta que el aceite salió disparado en todas direcciones. El termógrafo consumió horas para que Byrd consiguiera descongelarlo y hacerlo funcionar de nuevo. El combustible, sólido como una piedra, se negaba a fluir de los tambores. En un arranque de desesperación suicida, el marino llevó uno de los grandes tanques a la cabaña y descongeló la nafta sobre la estufa. Para evitar que el problema se repitiera, tuvo que dejar encendidos los dos Primus durante todo el día en el túnel de combustible.
El 20 de mayo era día de radio. Podrá el lector imaginar los padecimientos que tuvo el pobre prisionero para encender el grupo electrógeno. Además del problema de la gasolina congelada, el motor frío se negó a arrancar durante más de una hora. La falla estaba en el carburador; los dedos de Byrd se congelaron de tal modo durante su lucha con las aletas de admisión que cuando por fin logró hacerlo andar sus manos estaban tan rígidas que no podía operar el manipulador telegráfico.
Byrd explicó a duras penas sus problemas con el termógrafo.
"Seguro que se le ha congelado el aceite. Haga lo siguiente: lave todo el instrumento con gasolina para eliminar hasta el último vestigio de lubricante. Luego enjuáguelo con éter. La única solución para el congelamiento de la tinta es agregarle más glicerina".
Más tarde ese día, Dick tuvo que subir a la torre del anemómetro. El hielo de los soportes de hierro en que se apoyaba atravesó las suelas de las botas y le provocó congelación en las plantas de ambos pies. Su aliento hacía ruido al alejarse en el viento, y sus pulmones quemados por dentro sufrían lo indecible a cada bocanada que inspiraba.
Iluminada por la aurora, que nunca había mostrado tal brillo y bailaba locamente de un horizonte al otro, la Barrera comenzó a moverse de nuevo: los temblores estallaban bajo Base Avanzada como descargas de artillería. Byrd tenía la lengua hinchada y quemada de tanto beber té hirviendo; su nariz se había congelado de nuevo. Como el viento siempre seguía al frío, comprendió que debía prepararse. Llevó tambores de agua hasta la parte superior de la cabaña y la vació por los cuatro bordes. El agua se congelaba apenas abandonaba el balde: en pocos minutos, el techo de Base Avanzada quedó cubierto por una gruesa capa blindada de hielo.
"Esa noche, cuando salí a la superficie para realizar la observación auroral, sufrí una violenta reacción de asfixia en el preciso instante en que saqué los hombros y la cabeza a través de la trampa. No pude lograr que el aire entrara a mis pulmones. Perplejo y tal vez un poco asustado, me dejé caer por la escalera y me refugié en la cabaña. En el aire más caliente, la sensación pasó tan rápido como había llegado. Mientras leía en mi saco de dormir se me heló un dedo, pese a que constantemente cambiaba el libro de una mano a la otra, colocando la que no usaba al calor en la bolsa".
Byrd comenzaba a hartarse del frío: acostumbrado como estaba al Ártico, a Groenlandia y a su anterior expedición antártica, de cualquier modo su experiencia no lo había preparado para el monstruoso invierno polar. El día 21 el barómetro comenzó a bajar. Se aproximaba una tormenta con ventisca. Por eso, al día siguiente, el solitario explorador decidió trabajar en el túnel de escape y no salir a la superficie. Ese día lo extendió hasta los siete metros, y nunca más avanzó. Por la noche, mientras la tempestad aullaba y rugía en la superficie, Dick Byrd aseguró la puerta trampa de Base Avanzada y se dispuso a pasar la noche al abrigo de su refugio.
Pero algo andaba mal. ¿Qué sería? A poco de pensar, se dio cuenta de que en el interior de la cabaña hacía más frío del que debía. La estufa se había apagado. Revisó el tanque de combustible: estaba medio lleno. Richard pensó que inadvertidamente había cerrado la válvula antes de salir. Intentó encender el quemador de nuevo, pero una ráfaga helada que bajaba por el tiro de la chimenea le apagó la cerilla. El viento se colaba por todos los tubos, incluyendo el de la estufa, y eso era lo que le había apagado la calefacción. "El viento estaba soplando con fuerza", escribe el prisionero. "La Barrera se estremecía con las sacudidas que ocurrían en lo alto, y el ruido era tan terrible que parecía que la totalidad del mundo físico se estuviera destrozando en pedazos".
Tenía que limpiar los contactos del anemómetro antes de que dejase de funcionar. Luego de cierto esfuerzo -el viento rasante de superficie mantenía la trampa pegada al suelo como si le hubieran echado cemento-, Richard consiguió levantarla lo suficiente para salir, pero fue golpeado por una cellisca enceguecedora. Caminando a cuatro patas como un animal (porque la fuerza del viento no le permitía ponerse de pie), dejó caer la trampa para que el aire, saturado de nieve, no cegara su veranda de entrada a la cabaña. "Era imposible ver nada. Millones de pequeñas bolas de nieve hacían explosión contra mis ojos y rostro, con la fuerza de proyectiles BB [se refiere a perdigones o pequeños balines de plástico utilizados en las armas de aire comprimido; cualquiera que por accidente haya recibido un balín de plástico en la espalda o en un brazo sabe lo que debe haber sentido nuestro héroe al recibir millones de impactos similares en el rostro]. Respirar era aún más difícil: la nieve obstruía la boca y las ventanas de la nariz ante el menor intento de inhalar. No pude ver el poste del instrumento hasta que me golpeé la cabeza con él. Comencé a trepar, mientras millones de demonios intentaban sacarme los ojos, reventarlos con los pulgares. Pero todo era inútil. El blizzard congelaría los contactos del anemómetro tan rápido como yo los limpiara... Además, los brazos del instrumento giraban tan deprisa que no podría detenerlo sin perder algunos dedos".
Desalentado, ciego, enloquecido de dolor, el norteamericano regresó gateando a donde se suponía que estaba la trampa Byrd... Pero no pudo encontrarla. En los escasos minutos que había pasado arriba, la cantidad de nieve transportada por el viento la había sepultado de nuevo. Desesperado, hurgó con sus guantes hasta que consiguió encontrarla. Limpió de nieve la superficie de la puerta trampa, tomó la manija y tiró.
Nada.
Nada.
Tiró con más fuerza, pero la hoja no se movió. La nieve había vuelto a soldar la puerta a su marco, junto con los goznes y los pernos. Es de imaginar el supremo horror de aquel instante: "A horcajadas sobre la escotilla, tiré con todas mis fuerzas. Tanto hubiera dado que estuviese tratando de levantar la Barrera de Ross".
Si no conseguía abrir la puerta de su refugio, en menos de diez minutos estaría muerto. Sólo tenía puesta su parka de lana y pantalones, y sobre ellos un overol. Había salido completamente desprotegido. Las tormentas de nieve atacan en la Antártida con una crueldad absolutamente imposible de comparar con nada: un viento que en el Polo Sur se considera "moderado" tiene fuerza superior a la del huracán Katryna en las regiones tropicales. Como bien expresa Byrd, no se puede ver, no se puede respirar. No se puede caminar erguido, no se puede meter aire en los pulmones una vez que se ha exhalado, y el ruido de la tormenta es tan intenso que hace perder la calma aún a los más valientes. Por si esto fuera poco, la velocidad del viento helado arranca el calor de los tejidos humanos mucho más rápido de lo que el organismo puede generarlo, y la hipotermia, el coma y la muerte son consecuencias inmediatas y necesarias, acaso al cabo de tres o cinco minutos. Tenía que conseguir abrir la compuerta, y tenía que hacerlo ya mismo.
"El pánico se poderó de mi mente, debo confesarlo. Perdí la razón. Como un demente, rasguñé la compuerta de madera; la golpeé con los puños tratando de soltar la nieve y, cuando incluso eso fracasó, me puse boca abajo y tiré de la empuñadura hasta que el frío y el agotamiento hicieron que los dedos dejaran de obedecerme. ´¡Imbécil! ¡Imbécil!´, me grité una y otra vez. Había pasado todo ese tiempo temiendo quedar encerrado en Base Avanzada, había trabajado como un poseso en el túnel de escape, y allí estaba ahora, atrapado en el exterior. Nada podía ser peor, porque sólo medio metro debajo de mí estaba la vida y estaba la salvación... medio metro, todo lo necesario para sobrevivir, y yo no podía obtenerlo, y moriría con la seguridad al alcance de mi brazo".
Pero Dick estaba determinado a sobrevivir: no, él no moriría. Tenía que hacer algo. No pudiendo destrabar la puerta, caminó como un borracho sobre el techo de su cabaña, hasta tropezar con uno de los tubos de ventilación, más precisamente el de salida. Dando la espalda al viento, miró por la cañería. Sólo se percibía un vago resplandor más abajo, un retazo de luz y un poco de calor. ¿Podía romper los ventiluces del techo? Era bastante improbable, porque estaban sepultados bajo 60 centímetros de nieve cristalizada, translúcida pero tan dura como el vidrio. Además, estaban reforzados con alambre tejido. Aferrado al cañón del tubo, pensó en arrancarlo y golpear con él la nieve, romper las ventanas y dejarse caer al interior de su refugio. Intentó forzarlo para arrancarlo de su base, pero no se movió. Tiró con todas sus fuerzas, pero es obvio que un tubo capaz de sostenerse de pie en medio de esas brutales celliscas no sucumbiría a los esfuerzos de un hombre agotado, desesperado y asustado. Por más que hizo, no pudo moverlo.
Debía pensar en otro sistema. La muerte se cernía sobre él como un millón de pájaros blancos; la temperatura huía de sus insuficientes ropas. La nada y el olvido venían a por él.
Entonces recordó la pala.
La pala; la había tenido en la mano la semana anterior, y estaba seguro de no haberla llevado abajo. "Después de emparejar la nieve luego del último ventarrón, la había dejado clavada en la nieve, con el mango hacia arriba. Ella representaba mi salvación, mas... ¿Dónde estaba? No podía ver nada. Me tendí en la nieve, y, sin soltar el tubo de ventilación, estiré los pies todo lo que pude y describí un círculo completo, esperando tropezar con el mango de la pala. No pude encontrarlo. Me dirigí a la trampilla y repetí mi exploración circular. Nada. No podía soltarme de una cosa hasta que no encontrara otra, por miedo a perder mis puntos de referencia. Mi pie dio entonces contra el segundo tubo de ventilación [el de entrada de aire]. Tomándome de él, volví a tenderme en la nieve y describí un círculo... ¡hasta que mi pie golpeó algo duro! Sólo podía ser el mango de la pala. Cuando lo palpé y lo recorrí con los dedos, tuve ganas de besarlo".
Abrazado a su herramienta de salvación, Byrd se arrastró de vuelta a la compuerta. Pasó el mango de la pala bajo la manilla de la puerta Byrd y tiró hacia arriba -su sentido normal de apertura-, pero no pudo moverla. Entonces, una idea le iluminó la mente, impulsada por el ingenio que da la desesperación: "Me tendí boca abajo y coloqué la espalda bajo la pala. Poniéndome en cuatro patas, hice fuerza hacia arriba con la columna vertebral. Entonces la puerta se abrió de golpe, rodé por el hueco y caí de cabeza a la veranda inferior, justo frente a la puerta de la cabaña, que me ofreció la luz y una bocanada de calor. ´¡Qué maravilloso!´, pensé. ´¡Qué visión divina y maravillosa!´".
El reloj de pulsera de Byrd, con su mecanismo congelado, se había detenido a los pocos momentos de quedar aislado en el exterior; sin embargo, los cronómetros de Base Avanzada decían que había permanecido fuera menos de una hora.
La estufa se había apagado por el viento que entraba por el cañón de la chimenea; sin molestarse en encenderla, agotado, el marino se desvistió y así, sin comer, se metió en la bolsa de dormir.
A la mañana siguiente, a las 7, despertó confundido. Estaba duro y rígido por el frío. Sus ropas, heladas, crujían mientras luchaba con ellas para colocárselas. Habiendo aprendido de la experiencia del día anterior, pensó que la trampa Byrd estaría soldada otra vez. Era exactamente lo que había sucedido. Sin preocuparse por pelear con ella, caminó tranquilamente hasta el extremo del túnel de escape, perforó un orificio en el techo y, provisto de una larga varilla con una bandera, abandonó su refugio. Ató una cuerda a la varilla, luego de clavar aquella junto al orificio y, rodeando su cintura con el otro extremo, anduvo a trompicones hasta encontrar el poste del anemómetro.
La ventisca aún rugía y forcejeaba con la estructura. Con la linterna encendida, Byrd obtuvo una visibilidad de dos metros, la cual era sin embargo suficiente para el trabajo que debía hacer. Cargados de hielo, los vasos del anemómetro giraban mucho más lentos de lo que debían, entregando lecturas erróneas. Además, los contactos eléctricos llevaban una noche entera congelados. "La tarea de limpiarlos fue abominable, pero luego de haber sobrevivido a mi experiencia de la noche anterior, no creí tener motivos para quejarme", escribe el almirante.
Byrd había sellado la abertura del túnel de escape colocándole encima dos cajones de alimentos; de este modo podría encontrarla con más facilidad si se veía en problemas otra vez.
Fue entonces cuando la naturaleza decidió apiadarse de él al menos un poco: cuando llegó a su cabaña, la temperatura había ascendido a -23°C.
El jueves 24 fue increíblemente caluroso: el viento del este trajo una "canícula" de 2 grados sobre cero, en pleno invierno antártico. El sábado hacía sólo 9° bajo cero y, hasta el final del mes, no volvió a bajar de -30, con mayoría de días de -18 o temperaturas superiores.
Sin embargo, revisando más tarde sus registros, Byrd decidió que mayo de 1934 no había sido un mes particularmente caluroso: 20 de los 31 días de ese mes habían tenido marcas de -40°C ; 12 de -46°C; tres de -51°C y 2 días en que las temperaturas descendieron a 56 grados centígrados bajo cero.
Y él había sobrevivido a todo ello... Pero aún le faltaban, en el mejor de los casos, junio, julio y agosto.
25 de mayo
Llevo ya 74 días solo en Base Avanzada. Estoy agradecido por tres cosas: mis anotaciones son completas, mis defensas son perfectas, y he conseguido adaptarme a las circunstancias, particularmente en el aspecto psicológico.
Pero había otros sesgos en el asunto, además del de no perder la calma.
El 31 de mayo, el peligro se hizo evidente y concreto. Hacía 15 grados bajo cero, y seguía nevando. Era día de comunicación radial, y, como siempre, Dick comenzó metódicamente a preparar todo. Con el generador encendido y todo listo, Byrd se comunicó con Little America. Habló con el piloto jefe June y el navegante Rawson, y les ordenó que levantaran vuelo para verificar las declinaciones magnéticas; mandó un mensaje para su esposa a fin de que buscara financiamiento para bajar los gastos. Dyer le leyó los mensajes para confirmarlos, y luego lo comunicó con Poulter y con Murphy. Hablaron (Dick en Morse, Little America con la voz) durante una hora y media, hasta que el desastre se desencadenó.
"Desde mi escritorio escuchaba el ruido del motor, y de repente me percaté de que comenzaba a ratear y a andar a saltos. ESPERE, manipulé a Murphy, descolgué el farol y salí al túnel. El aire olía a gases de escape. Pensé que había hecho incorrectamente la mezcla [el generador era un motor de dos tiempos] y traté de regular la válvula de aguja, sin resultados. Me puse de pie y eso es lo último que recuerdo. Lo siguiente es que caminaba a cuatro patas en medio de una somnolencia enorme. Como un eco muy lejano, me atormentaba un único pensamiento: tenía que hacer algo, algo muy importante, pero se me escapaba el qué. Mi mente no podía decir qué era tan trascendental, y en verdad estaba impotente para recordarlo, aunque me fuera la vida en ello. Estuve así, sobre manos y rodillas, no sé por cuánto tiempo... después, parece que el frío me reanimó. Entré arrastrándome en la cabaña, y busqué a tientas el manipulador telegráfico. Intenté despedirme de Charlie Murphy, pero, como no conseguí colocarme los auriculares, nunca supe si llegó alguna respuesta [el registro de llamadas de Charlie en Little America demuestra que entre la palabra ESPERE y esta última manipulación de Byrd transcurrieron 20 minutos. Aunque el almirante no sabe lo que transmitió, la frase recibida en Little America fue NOS ENCONTRAREMOS EL DOMINGO. Esos 20 minutos fueron el tiempo que pasó, asfixiado, el el túnel de los alimentos junto al grupo electrógeno]. Mis actos desde entonces son recuerdos borrosos, en los que no puedo separar la realidad de las pesadillas. Estaba acostado en mi cama, totalmente vestido. Escuchaba el sonido irregular del motor en el túnel. Me sentía sorprendido y una voz interna me decía que debía apagarlo si quería vivir. Bajé de la litera y me fui tambaleando hacia la puerta. Vértigo. El corazón golpeando como un bombo. A miles de kilómetros veía el humo azul que me estaba matando. Arriba, los gases de escape. A nivel del suelo, el aire claro. La niebla venenosa era tan espesa que no veía el motor.
"Debo haberme agachado, debo haber comprendido instintivamente que el gas era más liviano que el aire y que si no me agachaba moriría. Gateando llegué hasta el motor y debo de haber apagado el interruptor de la ignición.
"No recuerdo nada del resto del día, ese fatídico último día de mayo. ¿El resto? Una lenta y fantasmagórica agonía, una pesadilla fantástica. Tal vez intenté cambiar las hojas del registro, porque tengo el vago recuerdo de haber visto su carcasa de vidrio en el suelo. Lo demás es el dolor: lacerante, desesperante dolor en la frente, en los ojos y en las órbitas, náuseas, vómitos, el violento golpetear de mi corazón, ilusiones... yo era una llama que vacilaba entre dos grandes y oscuros vacíos. Pesadillas, pesadillas. Sólo el dolor del frío era real: las manos y los pies congelados, y la muerte reptando hacia arriba, hacia mi pecho, como una lenta parálisis. No puedo explicar cómo conseguí abrir el cierre de mi saco de dormir e introducirme en él".
En efecto el almirante Richard Byrd no recordaba nada, pero sus borrosas impresiones no estaban tan equivocadas. Los registroS de la Oficina Meteorológica de los Estados Unidos demuestran que, en efecto, en ese estado de profunda inconsciencia, igualmente cambió las hojas del registro a las 2 de la tarde del 31 de mayo; con dos horas de retraso, es cierto, pero no es poco mérito para un hombre asfixiado, hipóxico e intoxicado.
"El único recuerdo claro que tengo es que el tic-tac del reloj me despertó. Recuerdo haber pensado que me había quedado ciego [una circunstancia común en el tipo de intoxicaciones que padeció Byrd]. No podía ver nada, aunque sabía que tenía los ojos abiertos. Lo que sucedía era, simplemente, que el farol se había quedado sin combustible, y que yo estaba dado vuelta, de cara a la pared. La sensación de ceguera es espantosa: jamás olvidaré la expresión de Floyd Bennett [su compañero en el vuelo transpolar ártico] cuando lo saqué de entre los restos retorcidos de nuestro avión tras un aterrizaje forzoso: ´Ahora sí que estoy jodido, Dick. Me he quedado ciego´. Por supuesto, sólo tenía los ojos cubiertos de aceite del motor: cuando se los limpié y pudo ver de nuevo, una hermosa expresión de agradecimiento le iluminó el rostro".